Nací en la
cárcel, hijos. Soy un preso de siempre.
Mi padre ya
fue un preso. Y el padre de mi padre.
Y mi madre
alumbraba, uno tras otro, presos,
como una perra
perros. Es la ley, según dicen.
Un día me vi
libre. Con mis ojos anclados
en el mágico
asombro de las cosas cercanas,
no veía los
muros ni las largas cadenas
que a través
de los siglos me alcanzaban la carne.
Mis pies iban
ligeros. Pisaban hierba verde.
Y era un tonto
y reía
porque en los
duros bancos de la escuela
podía
pellizcar a los vecinos,
jugar a cara o
cruz y cazar moscas,
mientras
cuatro por siete eran veintiocho
y era Madrid
la capital de España
y Cristo vino
al mundo por salvarnos.
Sí. Entonces
me vi libre. Las manos me crecían
inocentes y
tiernas como pan recién hecho,
pues no sabían
nada del hierro y la madera
soldados a sus
palmas
cuando el
sudor profuso
igual que un
vino aguado
apenas nos
ablanda la fatiga.
Hoy los muros
me crecen más altos que la frente,
más altos que
el deseo, más altos que el empuje
del corazón.
Arrastro unas
secas raíces que me enredan las piernas
cuando voy,
como un
péndulo de trayecto inmutable,
desde el sueño
al cansancio, del cansancio hasta el sueño.
Soy un preso
de siempre para siempre. Es el orden.
-Ángela Figuera Aymerich-
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